Sábado, 20 de abril de 2024
 
Solemnidad de la Santísima Trinidad (ciclo B)
 
Hoy es Domingo [este año es el IX del Tiempo Ordinario]
 

Bendito sea Dios Padre, y su Hijo Unigénito, y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros (Antífona de entrada). Es como una canción que muchas veces repetimos sin entrar en su fondo desde la fe y, por otro lado, tan lleno de misterio y de comunión de intimidad que Jesús nos lo ha mostrado.

Dios, el gran misterio, se nos ha hecho Abba (Padre) en Jesús y así hasta el lenguaje es más fácil. Jesús, el Hijo amado, nos ha llevado a la intuición de la cercanía y ternura exigente de su Presencia que se esconde. Jesús, el Hijo Amado, nos ha revelado quién es el Padre y en el caminar de su historia el hombre puede llenarse de deseo y esperanza. Irrumpe en el mensaje del Hijo de Dios el Espíritu que nos enriquece con una promesa nueva, el que nos hace arder hasta el mismo límite de la vida, en una intensidad única de felicidad: «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Gál 4, 6).

Se abre así para el hombre una visión muy distinta de sí mismo y, consiguientemente, la historia humana no será más un camino que tenga solo un límite en su existencia sino la seguridad de una Santísima Trinidad que es misterio y, a la vez, una plenitud. El camino del hombre ya no puede ser un mirar hacia el futuro en el cual tiene límite su existencia; tiene ante sí mismo la gracia de un Dios, Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno, que con tu Único Hijo y el Espíritu Santo eres un solo Dios, un solo Señor, no una sola Persona, sino tres Personas en una sola naturaleza. Y lo que creemos de tu gloria, porque tú lo revelaste, lo afirmamos de tu Hijo, y también del Espíritu Santo, sin diferencia ni distinción (Prefacio).

Lo original de esta solemnidad es honrar específicamente a Dios sin tener como motivo un acontecimiento de salvación ni la memoria de un santo. Basta leer y meditar la Palabra de Dios que, en el conjunto de las tres Lecturas nos hablan de la revelación del Dios único a Israel, cómo el hombre recibe un espíritu de hijos adoptivos “que nos hace gritar: ¡Abba”, y la comunión del Espíritu Santo, vínculo de unidad en la intimidad de Dios en la comunidad eclesial. Es consolador saber que nuestro Dios es “uno solo, pero no solitario” (Concilio VI de Toledo, año 638), amor puro que solo busca darse de forma creadora y llevarnos a participar en su unidad y vida eterna: Dios, Padre todopoderoso, que nos has enviado al mundo la Palabra de la verdad y el Espíritu de santificación para revelar a los hombres tu admirable misterio, concédenos profesar la fe verdadera, conocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar su Unidad todopoderosa (oración colecta). Por eso, nos sentimos hijos del Padre en el Hijo, hermanos en Cristo y parte de ese amor trinitario en el que nos adentra la acción del Espíritu.

Nos encontramos ante el Misterio de la Trinidad pero ¿cómo situamos nuestras personas desde la fe? Escuchemos la Palabra: «el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra» (Dt 4, 39). Por la vuelta obediente y esperanzadora al Dios único el pueblo conecta con la raíz misma de su ser, se identifica con el pueblo amado por Dios, el pueblo que fue librado de la esclavitud, el que escuchó su palabra en el Sinaí y el que recibe para morada una tierra. Más aún: una de las prerrogativas principales del hombre-espíritu es que no ha recibido un espíritu de esclavitud sino de filiación; es un hijo de Dios y puede hablar directamente con Dios llamándole sencillamente “papá”. Por lo tanto, es un heredero de Dios, compartiendo esta herencia -como la filiación divina- con el propio Cristo, el Hijo de Dios. Esta herencia se refiere, como siempre en el apóstol, a algo concreto y tangible: «ya que sufrimos con él para ser también con él glorificados» (Rm 8, 17). La vida cristiana no puede entenderse sino desde la mirada a Cristo.

Su presencia junto al hombre es mostrar su amor y su relación, que se expresa y se comunica en un “solo Dios” pero “no solitario” era para nosotros una alegría total ya que jamás Dios se separa ni se olvida de nosotros. Dios Uno y Trino, inmensamente bueno y justo, y poderoso. Sólo Él colmará nuestra sed ardiente: Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo. «Al Dios que es, que era y que vendrá» (Ap 1, 8). Jesús, el Hijo de Dios, nos hace la plena manifestación del misterio.

Desde ahora, evangelio de hoy, el acceso a Dios no se halla circunscrito a un lugar sino a una persona, a la persona de Cristo. La plena revelación tiene lugar «en el monte que Jesús les había señalado» (Mt 28, 16). La resurrección de Jesús introdujo un cambio radical en la relación con sus discípulos con él. La auto-revelación de Jesús se centra en su autoridad y la misión que encomienda a sus discípulos. Su autoridad es la misma que la del Hijo del hombre. Y, para formularla, recurre a las mismas palabras de Daniel: «Se le dio imperio, gloria y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le servirán. Su imperio es un imperio eterno que nunca pasará y su reino, un reino que no será destruido jamás» (Dn 7, 14). Jesús es el Hijo del hombre glorificado. Así se define la verdadera categoría de Jesús después de la resurrección. La actividad encomendada a sus discípulos se centra en introducir a los hombres en el misterio de Cristo mediante el bautismo y en la enseñanza de cuanto el Señor dijo e hizo como norma vinculante del discípulo al Maestro, del siervo a su Señor.

El evangelio termina como anunció. Al principio nos fue anunciado el nombre de Enmanuel, Dios con nosotros, que había sido anticipado por el profeta Isaías (1, 23). Ahora se nos asegura que aquella profecía se ha hecho permanente realidad: «estaré con vosotros hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). En otras palabras, sigue siendo Enmanuel, Dios con nosotros. Para los cristianos la certeza de la presencia de Dios en la vida y en la historia conlleva el agradecimiento al Señor que jamás nos deja solos y a la vez nos llama a que nuestra confianza en Él se manifieste de manera total en el seguimiento de Cristo y se esclarezca luego en un testimonio de vida que respire verdad y alegría. Necesitamos la convicción del “sí” en nuestra vida. El Hijo de Dios ha entrado en la gloria, Él está allí pero su entrada gloriosa, su ascensión hasta la diestra del Padre no es un hecho aislado que solo atañe a Cristo. Su triunfo, porque así Dios lo quiere, nos alcanza a todos los que creemos en Cristo y le amamos. De la misma forma que nuestra vida es un morir con Cristo, así nuestra muerte será un triunfar siempre con Él.

Tomemos, pues, conciencia de quiénes somos: «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios» (Rm 8, 14). Nuestra identidad como hijos de Dios no es nada casual, es la gracia que recibimos y, a la vez, encara una forma de vida lejos de lo que el mundo puede ofrecer. Recordemos las palabras del salmo responsorial: «los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia» (Sal 32[33], 18). Esta certeza en la fe es garantía de cómo el Señor alienta nuestra vida y la dirige por senderos insospechados. Por nuestra parte es un querer estar a la escucha sin perder de vista que eso conlleva el «reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro» (Dt 4, 39). Vista así la realidad de nuestra vida se impone una convicción en el Dios que nos ama y en la certeza del Hijo de Dios que nos recuerda siempre que Él está con nosotros «todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

Una lección: los discípulos fueron fieles al mandato de Jesús y caminaron por todo el mundo anunciando el Evangelio. Cuando ellos pasaron de la tierra al cielo, nos dejaron el camino abierto para continuar esa misión ¿Somos conscientes de ello…?