Jueves, 25 de abril de 2024
 
El docente desde san Agustín
 
Una vocación y una convicción
 

A mis hermanos en el apostolado educativo

 

 Introducción.- Una cita agustiniana: “tenéis ante vuestros ojos el testimonio de nuestra vida. De tal forma que también nosotros podemos decir, aunque en tono menor, lo mismo que el Apóstol: <sed imitadores nuestros como nosotros lo somos de Cristo>. No quisiera que nadie encontrara en nosotros ocasión de pecado. Para nosotros mismos nos basta mirar a nuestra conciencia. Pero, por amor vuestro, estamos obligados a hacer brillar  nuestro nombre en medio de nosotros”  (Sermón 355, 1).

I.- VOCACIÓN. Un sabio consejo: “¿Te alegras temporalmente? No pongas la esperanza aquí. ¿Estás triste al presente? No desesperes. No te relaje la felicidad ni te quiebre la adversidad”  (In  ps  93, 24). Leído  hace poco en un  periódico nacional: “falta de límites y otros desbordes”. Es un título al que sigue esta explicación: “tiene un nombre taxativo y duro: síndrome del maestro quemado.  Expresa una mezcla de cansancio emocional, fatiga y sensación de estar sobrepasado de responsabilidades. En lo que va de año provocó 60.000 casos de licencias médicas, solo entre docentes de la provincia. El síndrome se duplicó en los últimos tres años. Causa como un tsunami siquiátrico, con sus consecuentes efectos pedagógicos…”.

Dar clase, estar en clase, salir y entrar en clase, una tarea ardua. Se sabe que, si no hay límites, -que no es en absoluto lo mismo que represión-, no hay educación.

Esto por un lado. Por otro, es doloroso comprobar que en la sociedad, en  Argentina, Brasil, España y Venezuela…, se está asistiendo a una progresiva entronización del egoísmo: “aquí está mi corazón, Dios mío, aquí está mi corazón, del que tuviste lástima cuando se hallaba en el abismo más profundo. Que hable ahora mi corazón y que te diga lo que entonces pretendía: ser malo sin  nada a cambio, y que las motivaciones de mis deficiencias, no el objeto que perseguían mis deficiencias, sino mis propias deficiencias, pobre alma atolondrada, que daba un salto desde tu seguridad al exterminio. Y, para colmo, lo hacía no buscando algo  concreto en la degradación, sino la degradación misma”  (Confesiones II, 4, 9).

Uno no sabe si es o no justificación, desde fuera, que las leyes que se enseñan a los alumnos (niños, adolescentes, jóvenes, etc.) son, muchas veces, las del mínimo esfuerzo y el máximo gusto, la de la comodidad por encima de todo, la de la libertad confundida con la real gana. ¡Dónde queda lo que decía Confucio: “educa a tus hijos con un poco de hambre y un poco de frío”!

Sin tratar de ser curioso pregunté una mañana  a unos cuantos alumnos de nuestro colegio por su futuro: “no tengo ni idea de lo que quiero hacer con mi vida”. Frase repetida y cara de sorpresa ante lo inusitado de la cuestión, estando muy claro que no se trataba del estudio ni del trabajo: era algo más esencial, “con tu vida”. Era como recordar una frase de Agustín: “me he convertido a mi mismo en un enigma” (Ib. IV,  4, 9). Frase vivencial, la de Agustín, aun cuando sabemos que las causas procedían de una inquietud en busca de la verdad que, en definitiva, es  tratar de responder a la misma Verdad.

Y con estos datos, ¿por dónde comenzar? No es cuestión de un nuevo día sino de cada día. Lo importante es una necesidad de ensanchar los horizontes a los alumnos o enseñarles simplemente que vale la pena vivir cuando se tiene un ideal grande en la vida.

Pero esta respuesta plantea un interrogante: ¿quién es el sujeto que se arriesga a tamaña tarea? Dice Agustín: “Haz que te busque, Señor, invocándote y que te invoque creyendo en ti, pues me has sido anunciado. Señor, te invoca mi fe, la fe que me diste, la fe que me inspiraste mediante la humanidad de tu Hijo y el ministerio de tu mensajero”  (Ib. I, 1, 1). Y,  de esta manera, podemos descubrir: “Tú me diste una vocación llamándome  a la fe. Yo te doy mi invocación, llamando a tu puerta en esperanza. Lleva a término en mi lo que has comenzado en mí sin mí  (Comentario al evangelio según Juan 40, 10).

Vivimos un tiempo apasionado. Nunca la humanidad –nosotros también-, ha dispuesto de tantos recursos, de tanta cultura, de tantas posibilidades para humanizarse, y deshumanizarse, y para rozar el misterio. Es verdad  que estamos rodeados de situaciones amorfas, interesadas, deprimentes, escandalosas, pero no es por falta de recursos sino por falta de sensibilidad humana, formación y voluntad creativa como vocacionados auténticos para enseñar a  vivir… Decía Juan Pablo II al comienzo del nuevo milenio: “rema mar adentro”. Y estas palabras resuenan también en la actualidad y nos invitan a “recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión  el presente y  a abrirnos con confianza al futuro” (NMI 1).

La tierra, nuestros centros educativos, a la que estamos siendo enviados –recordemos que toda vocación lleva consigo “ser enviados”-, esta finca de la postmodernidad no es la misma tierra de siempre: “hay un lamento que se oye por doquier: ¡los tiempos que vivimos son duros, pesados y miserables…! Vivamos rectamente y cambiarán nuestros tiempos. Los tiempos no hieren a nadie. Los heridos son hombres, los causantes de las heridas, también hombres. Cambiemos, pues, nosotros, los hombres, y cambiarán nuestros tiempos”  (Sermón 311, 8, 8). Nuestro mundo es dinámico; por suerte, están dando siempre vueltas. Ahora vivimos en un momento en que sentimos que no somos tan perfectos pero posiblemente  con una contradicción: ¿por qué no necesitamos más de Dios?

Es bueno que conozcamos nuestra tierra, nuestros colegios, pero no solo como institución, edificio, horarios, programaciones, reuniones… etc. La tierra es un conjunto humano, bastante más sencillo que lo que aparenta a primera vista y es ahí donde tenemos que sembrar. Providencialmente somos la mediación de la llamada, los vocacionados para ser mediación fundamental para que otros, en este caso, los alumnos, puedan escuchar y responder. Somos la puerta abierta para los que diariamente son convocados, pero teniendo en cuenta –so pena de cerrar puertas y ventanas a cal y canto desde nuestras personas-, lo de san Agustín: “deja siempre un pequeño margen para la reflexión, margen para el silencio. Entra dentro de ti mismo y deja atrás el ruido y la confusión. Bucea en tu intimidad y trata de encontrar ese dulce rincón escondido del alma donde puedas verte libre de ruidos y argumentos, donde no necesitas entablar disputas sin término contigo mismo para salirte siempre con la tuya. Escucha la voz de la verdad en silencio para que puedas entenderla”  (Ib. 52, 19, 22).

Respecto a nosotros mismos, estamos instalados en formas y actitudes de un propio yo y olvidamos que la tierra gira y nuestros alumnos van creciendo día a día, y nosotros con ellos. A veces, cuando vemos salir y entrar a nuestros docentes  en el centro, nos preguntamos: los alumnos ¿por quién les reconocen? ¿es por presencia física, por sus pasos cansados o ligeros, por su rostro entrañable que invita a la esperanza, por ser conscientes de su misión de educadores, por su cercanía, por su cansancio…? ¿Vocacionados o funcionarios?

Entonces ¿qué nos hace falta? Tengo presente a Agustín: “el que desempeñando una posición de autoridad se aprovecha para divertirse, para aumentar su patrimonio o para obtener prebendas personales, no es un servidor de los demás, sino esclavo de sí mismo” (Sermón 46, 2). Nos hace falta un baño de honradez. Y ¿qué conlleva esto? Es un error pretender situarnos al margen o en contra de una realidad, de un momento presente, de una situación actual con sus luces y sus sombras. Yo sueño con un centro educativo-hogar cálido, cercano y familiar que es fiel a su Proyecto o a su Ideario. Y, aquí, un apunte necesario: si no prevalece  en nuestros educadores una verdad de vida y de palabras, si no prevalece un deseo de trabajar en com-unión, en equipo, de vencer rivalidades y competencias absurdas, de sentirnos “una sola alma y un solo corazón”… nuestra tierra será dura, el agua acabará estancándose y oliendo mal, la semilla será polvo y el arado pasará a formar parte del museo de labranza de cualquier casa de campo. Si el carisma agustino recoleto (cf. Const 6) no es punto de arranque y de referencia en nosotros y significativo para nuestros alumnos, no porque ellos ni sus padres y madres sean indolentes, vivan  en  un despiste continuo porque el Ideario del centro educativo agustiniano no sea atrayente y actual, es porque nosotros no sabemos llegar y comunicar con gracia, frescura y actualidad el mensaje de la vida humana, cristiana y social.

Planteo desde Agustín una autocrítica: “no todo el que es indulgente con nosotros es amigo nuestro. Ni todo el que nos castiga es nuestro enemigo. Son mejores las heridas causadas por el amigo que los besos engañosos del enemigo. Es mejor amar con serenidad que engañar con suavidad”  (Epístola 93, 2, 4). Es fácil distinguir por dónde va nuestra vida: si desde una vocación, con todas sus consecuencias, o de un mero formulismo  a tenor del viento que sopla.

Cada mañana, como cada mediodía, al estilo del labrador, debemos mirar al cielo esperando la lluvia, añorando el sol, oteando los vientos, temiendo los hielos. La cosecha no está solo en nuestras manos. Y es que el cielo también tiene que decir mucho, casi todo. Nosotros llegamos a las inteligencias pero ¿quién nos da la luz para llegar al corazón? Porque sería imperdonable no contar con el cielo. Y, como responsables de una educación integral de nuestros centros, tenemos que aprender a mirar hacia el cielo. En el cielo está escrita la mejor historia. Sabemos, ¿de verdad?, que todo es un don y que Dios reparte y regala sus dones cuando quiere y a quien quiere. Dios es la mejor garantía, la apuesta más firme, la respuesta exacta. Ni la vocación como docentes ni el éxito de los alumnos ni la fidelidad constante… depende de nosotros. Porque, curiosamente, -empleando el lenguaje de Agustín -, “Dios que te hizo sin  ti, no puede salvarte sin ti”  (Sermón 169, 13). El labrador nunca queda dormido, siempre tiene tarea y, sin embargo, todo depende del cielo ¡cuántas veces ha sido inútil su empeño! Hoy, más que nunca, tenemos que mirar al cielo.

En cada final de curso ¿qué apuntamos? ¿discernimiento o crisis? Un final de curso, por ejemplo, acumula el cansancio de tantos pasos y la debilidad que acompaña a cada curso escolar. Pero, más allá de los tópicos a justificar, busquemos un poco de luz, y ésta nos la proporciona Agustín: “no podrás juzgar a los demás si no  eres capaz de juzgarte  a ti mismo. Entra, pues, dentro de ti y siéntate como reo en el juzgado de tu conciencia. Pon a prueba tu integridad como juez en esa sala interior de justicia en la que no necesitas depender de testigos externos”  (Ib. 13, 6, 7). Si pensamos en lo que es todo un curso, por ejemplo, en  la esfera personal, seguro que descubrimos un cierto desfase de dimensión contemplativa y admirativa de nuestros alumnos. Y, justificados muchas veces por nuestra prisa y quehaceres, vamos creando interna y externamente una mediocridad. Nos falta “vivir con pasión el momento presente”, el hoy. Seguimos amando a los alumnos pero nos falta pasión. Y esa pasión necesita un descubrimiento: aprender a amar al estilo de Cristo, el auténtico y único Maestro.

Una mediocridad tiene siempre sus causas. Leamos a Agustín mientras formulamos una composición de lugar, mirando desde una ventana de la comunidad a los docentes que entran y salen, cada uno con su porte habitual, pero ¿con qué mundo interior? ¿Acaso nos sobra mediocridad, nos falta pasión y por qué?: “quien tiene en ruina la propia casa se sale de ella por miedo a la herrumbre. Quien se ve perseguido en su corazón por una mala conciencia no se tolera a sí mismo y se sale de sí como quien huye de la inundación o del fuego. Con el deseo del alma a la caza del deleite y busca su descanso en las frivolidades. Intenta distraerse por fuera porque carece de paz interior”  (Comentario al salmo  100, 4).

La vocación como docente es un carisma, no es una profesión y solo así es libre, independiente, soñador y… responsable al servicio de la comunidad educativa. Cuando falta esta conciencia parece que hay un cierto abandono de responsabilidades y en muchos casos se puede caer en la “ley de los mínimos”, o esquivar la responsabilidad propia en otros que parece son más responsables en razón del cargo, de los beneficios económicos o de las facultades que se les otorgan. Y hace falta examinarse para comprobar si se contribuye con la biofilia o con la necrosis progresiva.

Más que nunca, ya que es el tiempo actual como referente,  hacen falta sembradores. Sin sembradores no hay siembra ni cosecha en nuestros centros educativos. Y un docente que no se propone el sentido de la vida con todas sus consecuencias en un camino de formación integral y progresiva –no importa el nivel-, es un mutilado vocacional, un reduccionista, un carcelero de expectativas.

Hay que insistir: en nuestros centros educativos, si no hay auténticos sembradores, no hay fruto aunque terminen muchos todo el ciclo educativo. Por eso hay que encontrar algo más profundo en los educadores: “si no quieres, o no eres capaz de seguir los consejos e inspiraciones de la verdad, reconoce al menos que quienes tienen ese deseo o esa habilidad son mejores o más felices que tú”  (Del trabajo de los monjes 19, 22). Es necesario acentuar el sentido de la misión educativa como algo connatural a la vocación. Y demos gracias a  Dios por tantos educadores de nuestros centros, por su dedicación y su constancia. Pero tampoco se puede olvidar que en toda misión educativa, cuando no hay claridad o profundidad en la vocación como tal, se corre el riesgo de los hielos prematuros. Cada curso abre las puertas a una primavera anunciada pero la realidad de los meses, con sus hielos de conformidad, cumplimiento, las del mínimo esfuerzo… etc. van quemando los brotes y cierran las esperanzas y las ilusiones, los encuentros y los diálogos mutuos, esa capacidad de perder tiempo  para saborear los dones de los demás y para los demás.

Por la fuerza vital de la naturaleza, para nosotros, la vocación como docentes vuelve a empujar los retoños y de la muerte (cansancio), engendra vida nueva y primavera renovada. Se pueden apagar durante un curso muchos brotes. Y si en nuestros centros educativos hay personas docentes a carta cabal, o sea, quienes quieren cambiar el rumbo, solamente son capaces los que viven  con pasión … Lo triste es que se puede seguir sin promesa cierta de ilusión, de fidelidad  y de primavera. Y, aunque parezca una contradicción, los docentes de nuestros centros educativos de la provincia no están destinados al éxito, al aplauso buscado, a los oropeles. Su vocación tiene mucho de “martirial”, o sea, de testimonio y sabe que cada día es una ascensión y no precisamente en helicóptero sino con penas y trabajos, y sobre todo, con una constancia en el amor y por amor. Recalco lo del amor porque “la comunión en los mismos ideales hace de una multitud un pueblo y la clase de ideales que persigue hace a un pueblo bueno o malo. Hablo, como es lógico, de una multitud de seres inteligentes, no de un atajo de irresponsables”  (De la Ciudad de Dios 19, 24).

Nuestros hermanos de la pastoral vocacional seguirán -¡qué experiencia diaria!-, como interrogante y alternativa, como signo y respuesta para cuantos alumnos quieran bucear por las aguas del misterio de  la persona o del sentido de la vida. No pueden ni deben bajar la guardia no sea que cuando los alumnos les busquen no les encuentren. En nuestros centros educativos están nuestros hermanos de la pastoral educacional y no pueden dejar de estar, dando a esta palabra su sentido de presencia, compañía y perspectiva de futuro. Y en este contexto es necesario citar una determinación del XXXº Capítulo provincial: los superiores mayores “promuevan la renovación y actualización del personal religioso destinado a este ministerio (apostolado educativo), dentro de sus posibilidades; promuevan en la etapa final de la formación inicial el conocimiento y valoración de nuestro ministerio educativo como instrumento de evangelización”  (Determinación XXVII). A los hermanos en la pastoral educacional les queda mucha ilusión por contagiar, siempre que vayan con la ilusión de Jesús: “yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto y que vuestro fruto permanezca”  (Jn 15, 16).    

 II.- CONVICCIÓN. Hombres con plena convicción: “cuando hablamos de una educación cristiana entendemos que el maestro educa hacia un proyecto de  ser humano en  el que habite Jesucristo con el poder transformado de una vida nueva. Hay muchos aspectos en los que se educa y de los que consta el proyecto educativo. Hay muchos valores pero éstos nunca están solos, siempre forman una constelación ordenada explícita o implícitamente. Si la ordenación tiene como fundamento y término a Cristo, entonces esta educación está recapitulando todo en Cristo y es una verdadera educación cristiana; si no, puede hablar de Cristo, pero corre el riesgo de no ser cristiana”  (Documento Aparecida 332).

El momento actual, y  no prioritariamente referente a los alumnos de nuestros centros educativos, sino teniendo en cuenta a los docentes, nos hace pensar en una época de mar encrespada, de formación incierta y de retos que nunca terminan. Claro que el tema tiene sentido personal y Agustín nos da la clave: “si no hay nada en tu interior que esté en lucha contigo mismo, reflexiona y ve si nos estás en guerra por gozar de una falsa paz. Si no experimentas tensión entre tu carne y tu espíritu, reflexiona y ve si no hay beligerancia entre ambos por haber llegado a un armisticio. Si tal es el caso, ¿qué posibilidades tienes de vencer si aún no has comenzado  a pelear?” (Sermón 303, 3, 4).

Pero también estamos viviendo una etapa apasionante y difícil porque la sensación de tensión e incertidumbre no provienen precisamente de un reajuste. Siendo sinceros, pensemos que los momentos de reajuste son parte  de la vida. Y la incertidumbre que se agita en todas partes se debe a la necesidad de clarificar sobre lo que exactamente  necesita reajustarse, en este caso, nosotros. Porque, admitámoslo, dentro del ambiente general de nuestras instituciones educativas, habrá quien piense que basta con que las cosas sigan igual, tal y cual como nos convienen. También  es cierto un aire más positivo y que sea diferente al que estamos viviendo en estos momentos, y ¿hasta qué punto se quiere mantener un orden, no “armar escándalo”, o dar vida a lo que se es y se hace?

El problema no se resuelve con un nuevo curso, ni con la renovación de personal institucional ni con una buena imagen. Porque el problema no son las cosas sino los docentes. La convicción profunda conlleva fundamentalmente dos aspectos:

II. 1.- PRESENCIA. Cada uno/a vive dos presencias según las cosas quedan igual o sea todo diferente. Dice Agustín: “puede alguien hacer cosas buenas y, sin embargo, no obrar el bien al hacerlas. No se hace el bien si no acompaña el gozar”  (Contra Juliano 4, 3, 22). Hay que preguntarse muchas veces  si pedimos al Señor una audacia sana ya que esa audacia  es precisamente la que a la vida y a las personas una base real, inconmovible para vivir en la humildad y en la constancia.

A este propósito viene oportuna una referencia bíblica. Tras la destrucción del templo de Jerusalén (a. 563), Israel trató de reconstruirlo por todos los medios conforme al modelo del primero. El resultado fue la nostalgia de la gloria pasada, una pobre imitación de un período glorioso, un intento superficial de resolver un problema fundamental. Y el remedio no duró. El segundo templo se derrumbó también y, entonces, solo entonces, el cambio se hizo de manera total. Cuando el pasado volvió al pasado, se vivó realmente como pasado.

¿Qué depara este momento, cada curso nuevo a los docentes de nuestros centros educativos? Solo centrarse en lo básico; no preguntarse ¿qué tengo que hacer sino quién soy y por qué? Debe hacer presente una identidad propia y esto supone salir del escondite personal y de conjunto para entrar  a formar parte de una comunidad educativa. Solamente así cabe recuperarse el testimonio como testigos-docentes y un compromiso más intenso de las personas: “la riqueza, lo mismo que la pobreza, no es cuestión  de cantidad sino de calidad. No de ingresos sino de deseos. No de <tenencias> sino de <quereres>” (Comentario al salmo 51, 14).  Un docente tiene cada día delante dos cuestiones: ¿a qué vengo yo aquí? ¿por qué continúo aquí? La primera pregunta proviene de las personas  que padecen  y decepcionan; la segunda es la de los que lloran, de los mediocres, de los muertos a la relevancia. Lo que mata en todos los ámbitos es la seguridad (alejamiento del ser educador por vocación y convicción y alejamiento de la realidad).

¿Cómo afrontar el ser “presencia” en la comunidad educativa? Cuando el equipo docente cambia por sobrevivir, no hay auténtico  desprendimiento de viejas costumbres (formas y habituales de pensar, de actuar, de relacionarse, de ser fiel…). Sería bueno pensar cuáles de estas  permanecen  en los docentes y en los centros. Dice Agustín:”dos son los motivos que llevan al hombre a la mesa diaria: la concupiscencia y la necesidad. Por eso hay dos clases de personas: las que viven para comer y las que comen para vivir”  (Sermón 51, 14, 21) ¿Aplicable hoy?  Más aún; para mantenerse y avanzar como comunidad educativa es importante encontrar la significatividad de las personas y de los tiempos, de la propia vocación educativa, de la vida empeñada en ello.  La cuestión del “sentido” es algo básico siempre y, muy concretamente, en los docentes. Y este “sentido” debe buscarse únicamente en la cualidad de ser llamado, vocacionado convencido, antes que ser un realizador simple de una misión. Y aunque parezca un tema tangencial a primera vista, algo lejano, es bueno soñar en que una comunidad educativa agustino-recoleta debe respirar una espiritualidad propia, una sana y santa primacía del amor agustiniano: “cuando se ama una cosa se está siempre atento a los detalles que permiten acercarse a ella o ayudan  no perderla de vista. El amor es la fuerza motriz del mundo humano, la razón que rige y gobierna a los hombres y los hace danzar  a su son” (Del Orden  2, 5). Y, junto a la primacía del amor, el valor auténtico de la  verdad interior: “sal del escondite que te has fabricado a ti espalda, donde ocultas tus manejos, y colócate delante de ti mismo. Entra en el tribunal de tu conciencia y sé allí un justo juez… Lo             que tenías a la espalda colócalo ante tu vista, no sea que Dios te deje al descubierto y no tengas a donde ir”  (Comentario al salmo 49, 28). Un dato más: primacía de estar en búsqueda  para madurar positivamente. Es la fidelidad a sí mismo para hacer nacer en el interior espacios nuevos para comprometerse en cuestionamientos nuevos: “cuando te disculpas de tus fallos con los ajenos desorientas la atención hacia lo que el otro hace, en vez de orientarlo a lo que debieras hacer tú. Te mides por comparación con otro tan malo o peor, no por lo que mande otro mejor  (Dios). No te engañes, pues ¿acaso porque otro no hace lo que debe, haces tú lo que debieras?”  (Sermón 9, 19).

A decir verdad siempre hay un  horizonte desplegado hacia adelante y esto exige una tensión, valentía, luchar contra corriente… , que viene totalmente generada por la convicción unida a la valentía y al amor de un carisma: ser un educador agustino recoleto por convicción. Por eso, vivir en fidelidad a esa convicción es llegar al fondo de las personas y de los acontecimientos. En la medida que “no graduemos” nuestra entrega y nuestro esfuerzo sino que damos calidad a nuestra convicción hay una presencia capaz de “subir la tensión” en nuestros centros educativos.

Providencialmente hay experiencia de un nacer y emerger algo nuevo y no solo en los alumnos  sino también en los docentes y que siempre se convierte en interrogante para nuestra convicción. Un carisma, ser educador agustino recoleto por convicción, tiene actualidad ante cualquier edad y ante cualquier persona. Recordemos: “sembrar bien, es decir, obrar bien es más fácil que perseverar en el bien obrar. Aunque el fruto endulza el trabajo, hay que perseverar en él hasta el tiempo de la cosecha”  (Comentario a la carta a los Gálatas 61). Se está siempre ante una progresión interior en uno mismo y en los demás, y es aquí, siguiendo el pensamiento agustiniano, donde se origina una “presencia de sabiduría de la historia”,  capacidad de saber leer e interpretar cada momento histórico, cada persona  histórica, y dando pie a una experiencia continua de creatividad  y, especialmente, de compromiso nuevo y renovado.

Hay que preguntarse a veces si el equipo docente de nuestros centros educativos  ofrece credibilidad pero el problema no se resuelve en un juicio desde fuera sino si los mismos docentes se ofrecen una mutua  credibilidad. Esto supondría superar una mera coexistencia y propiciar un espacio limpio donde quieran vivir y encontrarse presencialmente, no solo a distancia correcta-; una presencia consciente y responsable para vivir desde el humor (desde el amor) y donde la convivencia es sana en lo humano y sanada incluso por la fe.

II. 2.-  IDENTIDAD. Esta es otra pista y, también, perspectiva: ser docente agustino recoleto con convicción está reclamando un “alma”, una fuerza interior que la inspira y la sostenga. Para aquellos docentes que conocen y aman el Ideario propio, que aprecian el referente social de nuestros centros, la defensa de los valores como pueden ser, por ejemplo, la verdad, al honradez, el respeto, la transparencia, el vivir la fe y desde la fe…, es un desafío, incluso dentro de la misma institución: “¿de qué le sirve hacer la señal de la cruz sobre la frente cuando esa misma señal no se hace en el corazón”  (Comentario al salmo 50, 1). ¿Acaso una institución envejecida en una sociedad joven? Esta pregunta interpela, sacude la presencia diaria en el centro educativo a los docentes. Y, al sacudirla, los docentes deben extraer de ella, desde la identidad, como el viento extrae el perfume de las flores, una serie de valores que se pueden formular de esta manera:

II. 2, 1.- Una presencia  confiada,  no el mero optimismo. En conjunto, -bastaría una un discernimiento personal y  una radiografía de todos los docentes-, para concluir que las conclusiones no invitan demasiado a los aplausos. Y, si pensamos ¿qué garantía puede ofrecer el equipo docente dentro de cinco años? Tenemos que admitir un  dato positivo por encima del discernimiento anterior: es posible ahondar en el hoy en una confianza en la indestructible voluntad salvadora de Dios y para entregar en sus manos, dejando de lado todos los miedos, una voluntad concreta en cooperar con Dios en la historia de la humanidad.

Todo tiempo, como el presente, de pasión,  lleva a una gran lección: toda cultura necesita historias que encarnen un compromiso de lo que significa ser persona, del modelo de vida, ya que “la verdadera felicidad no consiste en poseer lo que se ama sino en amar lo que debe poseerse”  (Comentario al salmo 26, 2, 7). Nuestros centros educativos necesitan, comenzando por la comunidad religiosa y conjuntada en todos los docentes, historias que le griten por su identidad y hacia dónde quieren encaminar sus vidas y su servicio a los demás. Cuando una sociedad vive una crisis de sentido, uno de los síntomas es que las historias vivas, las personas integrales, las de una cara, han cesado de dar sentido a la experiencia como personas y como creyentes, han dejado de ser significativas, ejemplo y punto de referencia. Cuando una sociedad, en este caso, nuestros centros, vive un momento de profundo cambio, necesita un nuevo tipo de historias vivas capaces de iluminar las vidas de los demás. Más aún: los docentes constituyen  una comunidad (no solo una larga lista de profesores/as y empleados/as) de una nueva historia cuya significatividad  es “en colaboración con la familia y según las normas de la Iglesia, madre y maestra, la comunidad ejerce el apostolado educacional para la <formación de la persona  humana en orden  a su fin último y a la bien de las sociedades>”  (Constituciones oar 311). Esto requiere una identidad, una presencia de confianza interna y externa y que se prodigue en signos expresivos dentro de la aparente oscuridad, de la monotonía diaria, hasta convertirse en una canción de luz.  La presencia confiada es más necesaria y más bella, y está en contexto muy agustiniano: “canta y camina; no te domine la pereza, canta y camina ¿qué significa <camina>? Avanza siempre en el bien. Pues no faltan  quienes retroceden… Si tú progresas y adelantas, caminas; mas progresa en el bien, progresa en la fe, progresa en las sanas costumbres. Canta y camina. No te extravíes, no te vuelvas atrás, no te detengas”  (Sermón 256, 3).

II. 2, 2.- Una presencia en fidelidad, no de éxito. Vivimos en la historia de la postmordernidad, un progreso imparable, como si la historia humana fuera hoy un camino hacia delante pero sin freno. El mejor sistema es el que triunfa … Y si esto es verdad, también hay un algo muy preocupante: hoy en día estamos menos seguros de nosotros mismos ¿a cuántos alumnos y padres-madres convencen con su vida lo docentes de nuestros centros educativos? No es una exageración decir, por ejemplo, cómo muchos alumnos – en clase, en el recreo, en el pasillo, en las escaleras, se convierten en piedras. Y es una experiencia frecuente y lacerante. Dice Agustín: “¿quién está más enfermo: el que se siente molesto con su enfermedad y llama al doctor, o el que se empeña en negar su enfermedad y no siquiera se toma la molestia  de llamarlo?”  (Ib.  175,  2, 2). Contemplando la realidad de los alumnos y de sus familiares, es difícil suscitar y acompañar a todos ellos en el tránsito de la indiferencia al interés, del interés a la interpelación personal, de la interpelación a la conciencia de vivir con otros valores auténticos para situarnos en el camino de la madurez personal en todos los sentidos.

Sigue siendo verdad que quienes convencen no son los maestros sino los testigos. Por ello mismo ¿cómo sembrar hoy ante el riesgo de recoger nada? Más: ¿cómo ser, en la calidad de personas docentes, signos de nueva vida? Hay que alimentar el ánimo aprovechando la última gota de agua, como las plantas del desierto. Y, en un ambiente de escasa fecundidad, hay una gradación que nos conduce de la expectativa del éxito a la búsqueda de la fecundidad (la presencia en confianza) y de esto a la fidelidad. Aparentemente la fidelidad no se cotiza o se  cotiza con criterios distintos.

Un planeamiento para los docentes de nuestros centros: la fidelidad en la valoración de lo pequeño.  Y esto no es consecuencia de una resignación por la que, a falta de grandes resultados, - personas deslumbrantes y muy llamativas en el exterior, fuera de serie-, podamos encontrar la alegría dentro del corazón, en la sencillez y en la humildad, y siempre en la verdad.

Una presencia confiada no tiene como ambición hacer cosas grandes y lograr muchos cariños y aprecios… Dice Agustín. “Dios no toma en consideración tus talentos, sino tu disponibilidad. Sabe que has hecho lo que has podido, aunque hayas fracasado en el intento y contabiliza en tu favor lo que trataste de hacer y no pudiste, como si lo hubieras hecho en realidad”  (Ib. 18, 5).

 

CONCLUSIÓN.- Un retrato de Agustín en dos tiempos:

 “por aquellos años enseñaba yo retórica. Víctima de la ambición, vendía una palabrería destinada a cosechar laureles. Sin embargo, tú sabes, Señor, que prefería contar con buenos discípulos, pero buenos de verdad. Y yo sin engaños les enseñaba el arte de engañar, no para que lo utilizaran contra los inocentes sino para valerse de esas técnicas de modo eventual a favor de algún delincuente. Tú viste desde lejos, Dios mío, mi fe vacilante en medio del resbaladero. La viste como una brasa parpadeante entre una densa humareda. De esta fe era de lo que yo hacía gala en mi labor docente entre gente que amaba la vaciedad y buscaba la mentira. Entre ellos, yo era uno de tantos”  (Confesiones IV, 2, 2). Esto ocurre entre los 19 y 29 años.

A  los 33 años escribe lo siguiente: “en presencia tuya opté no por una ruptura espectacular con el mercado de la charlatanería, sino por ir sustrayéndome poco a poco de la actividad del mercado de la palabrería. Tomé esta decisión para que en lo sucesivo todos aquellos jóvenes que se ejercitan no precisamente en tu ley ni en tu paz, sino en delirios falaces y en disputas forenses, no compraran de mi boca armas para su placer. Casualmente faltaban ya pocos días  para las vacaciones de vendimia. Opté, pues, por aguantar esos pocos días, para retirarme como era habitual en tales circunstancias. De este modo, una vez rescatado por ti, ya no volvería a venderme”  (Ib. IX, 2, 2).

Fr. Imanol Larrínaga, oar