Viernes, 26 de abril de 2024
 
Cuarto Domingo de Adviento
 
HOY ES DOMINGO
 
Un acto de fe: “derrama, Señor, tu gracia sobre nosotros, que por el anuncio del ángel hemos conocido la encarnación de tu Hijo, para que lleguemos por su pasión y su cruz a la gloria de la Resurrección” (Oración colecta). De alguna manera es como si nos urgiera a acercarnos al misterio de Jesús, el Cristo, el único que puede regenerar nuestra pequeña fe, débil y vacilante, para hacernos renacer a la verdadera identidad de discípulos y seguidores de Cristo.
La Palabra de Dios encauza el horizonte más maravilloso de la historia: la que se oyó en su momento: “aquí está la esclava del Señor”; “se puso en camino y fue aprisa a la montaña”; “de su seno saldrá el jefe de Israel”. Cristo, al entrar en el mundo, dirá: “aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad”. Todo va unido, se configura la salvación y la humanidad celebra hoy lo que ha sucedido: “María está encinta y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Dios con nosotros”. ¡Todo lógico, real y humano-divino!
Por eso mismo, se impone un interrogante: ¿creemos en el misterio de la Anunciación- Encarnación? A primera vista parece que el plan de Dios se realiza, María da el “sí”; el Hijo de Dios “habita en nosotros”; realiza su misión: “da su vida en rescate por todos”. En Jesús se cumplen las promesas, en Él se realiza la más preciosa esperanza de Israel, el anhelo más íntimo y recóndito de los hombres, la salvación de la humanidad. Y nosotros, como parte de la Iglesia, debemos ser caja de resonancia del mensaje divino que nos anuncia la más alegre esperanza: la llegada del Mesías, que viene a nosotros para culminar nuestra redención. Está cerca la celebración del misterio de la Navidad y esa expectativa requiere por nuestra parte una confesión de fe: “oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve” (salmo 79). Es algo maravilloso lo que va a ocurrir, es la salvación que se nos propicia y exige de nosotros acercarnos a Dios que nos da vida y, conscientes de ello, invocaremos su nombre. Vendrá el Señor, llegará a nosotros, nos inundará con su presencia y nos llenará de paz.
El ejemplo es María de Nazaret, que concurre con Jesús a la casa de su prima: es la plena conciencia de ser templo de Dios vivo y que se acerca a la humanidad por el camino del silencio, con la conciencia del misterio que lleva consigo y con la certeza de que es Dios y no Ella la que prevalece en el encuentro del Mesías con el Bautista. Juan se alegra en el vientre de su madre, su gozo ha condensado la alegría del auténtico Israel que exulta en la venida de su Mesías. Es semejante la relación que se establece entre ambas madres: Isabel, que continúa anclada en el antiguo testamento, glorifica a su pariente María que, por medio de la fe, se ha convertido en el comienzo de la nueva humanidad de los redimidos.
El parentesco de María e Isabel es el reflejo de la unión de dos caminos: Isabel exalta la grandeza de María, Juan prepara la venida de Jesús. Todos realizan la misma obra de Dios y han comenzado a encontrarse en el camino de sus vidas. Y la vale la pena creer, descubrir y meditar el misterio: María pertenece al plano de la fe que Dios hace fecunda. Jesús es la presencia definitiva de Dios entre los hombres; por eso, siendo humanos, inauguran la verdad del reino.
Ese reino es para nosotros: “decid a los cobardes de corazón: . Mirad a nuestro Dios que va a venir a proteger” (Isaías 35, 4). El evangelista advierte, en relación a Isabel, que para decir “bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”, antes fue llena del Espíritu Santo. La respuesta de María no hace otra cosa que entrever la grandeza a la que el Señor la ha elevado y manifiesta con la fe más profunda todo lo que ha hecho en ella el Omnipotente. Desde ese momento la llamarán bienaventurada todas las generaciones. María ha contemplado la bondad de Dios y la manifiesta con gozo sublime. 
Para nosotros queda la admiración, la contemplación y la acción de gracias. Y es que no cabe otra cosa que obrar con fe: “Señor que este pueblo que acaba de recibir la prenda de tu salvación, se prepare con tanto mayor fervor a celebrar el misterio del nacimiento de tu Hijo cuanto más acerca la Navidad (Oración después de la Comunión). Estamos invitados especialmente hoy a escuchar desde el corazón: Dios mira desde el cielo, se fija, viene a visitar su viña… Arranca así toda una página repleta de novedad ya que aparece una imagen inconcebible a nuestros ojos: “la madre da a luz” (Miqueas 5 , 2), “Cristo entra en el mundo” (Hebreos 19, 5), “bendita tú entre las mujeres” (Lucas 1, 41). Es lógico entonces que nosotros sintamos la alegría profunda del Dios que nos restaura, hace brillar su rostro y nos salva ¿Podemos soñar también que nuestras personas tienen como Belén un “origen desde lo antiguo, desde un tiempo inmemorial”? Esa es la realidad, nuestro propio misterio, la vocación cristiana, el horizonte de nuestra vida, la esperanza sin límites, un poder habitar “tranquilos...”.
Este domingo antes de Navidad es expectativa ante el misterio y nos da margen suficiente para que los cristianos, en el silencio y en la oración, deletreemos y llevemos a nuestro corazón la actitud de María Nazaret y así descubramos los caminos de Dios y la fuente de felicidad que puede llenar nuestras vidas. Mientras tanto, gocemos con el salmo: “que tu mano, Señor, proteja a tu(s) escogido(s), al hombre que tu fortaleciste, no nos alejaremos de ti; danos fuerza para que invoquemos tu nombre” (salmo 79´).